PedidosYa, de Gonzalo García Pelayo: los paraísos encontrados
La película, primera de otras diez películas que el director español afincado en Buenos Aires rueda con la velocidad del rayo, es una nueva muestra de su destreza para hacer suya el habla de una ciudad en principio ajena: cuando digo el habla estoy pensando en una música secreta, en un sistema de símbolos, en el modo en que un paisaje cualquiera fabula sus formas, administra su ritmo, establece, finalmente, una especie de identificación con la que se presenta a sí misma. Para seguir con las imprecisiones, a ese conjunto podemos llamarlo aura. Pero el director, por supuesto, hace mucho más que eso, que a fin de cuentas es labor de gente dedicada a las ciencias sociales. García Pelayo logra lo que se propone en menos tiempo; su equipaje es la facilidad para inmiscuirse, siempre grácilmente, en esos raros momentos en que la vida parece cobrar un ímpetu inesperado al calor del ojo de la cámara. Desde hace añares, el director despliega sobre el mundo una mirada que es al mismo tiempo curiosa y desapegada; lejos de cualquier consigna de esas que convierten la emoción en mercancía, pero marcada también por un interés genuino en el mundo, en diversos mundos, que no puede ser sino potestad de un refinamiento de espíritu, de una cierta tendencia que, para no abundar, podríamos llamar generosidad. Allí está la película, entonces, la última –o una de las últimas, puesto que no es fácil decirlo en el caso de un cineasta con semejante capacidad de producción: se trata de una película sobre la ciudad, sobre la luz, sobre el movimiento, el parloteo, el chamuyo. La felicidad de la existencia de una clase trabajadora que se tiene a sí misma –“Tengo la bici, tengo dos brazos, dos piernas; siento, veo, escucho”-, dice más o menos el protagonista: esa dicha de la propia fuerza que se vive con una naturalidad formidable; sin reclamos ni patetismo. Es la gracia de una “comedia romántica” que trastoca los papeles, con el varón eligiendo sin tapujos a sus conquistas y las mujeres sucumbiendo cómicamente, resignadas a caer en las redes del Don Juan en bicicleta. El tono ligero, como una danza, que abriga a los personajes y les da vida en la pantalla – verosímiles para el cine, con grandes detalles de cotidianidad, pero sin ceder al “realismo” de la crónica – otorga al conjunto una cualidad musical. Todo luce como animado por una lógica deseante, que surge de la conciencia de los intérpretes -tranquila, segura de sí, dueña de una autonomía escandalosa- para “hacerse la película”, para habitarla contra todo obstáculo, todo ripio burocrático, como en el segundo encuentro en el que sin mediar palabra los protagonistas saltan uno en brazos del otro: boy meets girl, esa vieja fórmula convertida en santo y seña, vuelta del revés, sacudida para que vuelva a dar frutos, siempre con la fe del cineasta, esa confianza ciega en que el cine es efectivamente otra cosa: un más allá indecible, un agujero que no está en el guion, no está en los libretos, ni en las obligaciones, no está en el deber ser del cine. García Pelayo lo sabe; sabe, o más bien intuye, entiende, la gracia luminosa que asoma en los resquicios de su arte, este oficio –pues nunca deja de serlo al fin y al cabo- del que se conocen los rudimentos pero que igualmente sorprende, como una caja de Pandora que guarda maravillas y tormentas, a Dios gracias. Un chico conoce una chica y ya está. Ambos se encuentran: ese momento produce la chispa primigenia, esa colisión da por resultado el cine, siempre fue así y no hay motivo para dudar. ¿Qué más hace falta? Nada más, todo se ha dicho en el encuentro anterior, todo fue decidido en un cruce de miradas que la película ha captado como solo el cine puede hacerlo; sin miramientos, sin dudas, sin titubeos. El cine como arte en que la vida es posible. PedidosYa recupera la vida para que la pantalla se vista de la majestuosidad de carne y hueso de sus personajes, esos a los que la vida –todo su repertorio de espasmos, de desencuentros, de energía liberada- les sobra. Si algo distingue a la película es la vida que desborda por los cuatro costados, desde el primer fotograma, la primera secuencia en que el protagonista pedalea en su bicicleta por las calles de Buenos Aires sin restricciones, despreocupado como un rey: ese chico y su herramienta de trabajo, se diría, si uno fuera devoto de las descripciones facilongas. Pero es más que eso. Desde esa primera escena se postula algo más grande, menos dado por hecho en el cine que nos toca, y es la libertad de la película.
PedidosYa, ese nombre, se despoja de su carácter corporativo y se convierte en comedia, sin burla ni reconvención; comedia de la vida, alegría de vivir: el nombre de una empresa se reconfigura en pasaporte de todo lo posible –en el cine y en la vida que allí se representa-, como si las imágenes estuvieran destinadas a impugnar el muermo paralizante de la fraseología del periodismo o las convenciones sociales para reemplazarlo por la aventura de lo no dicho, de lo no enunciado, de aquello que en el cine se vuelve imprescindible, precisamente por su naturaleza furtiva, difícil de asir si no se mira todo con ojos de lince. A García Pelayo, como cineasta, le corresponde el privilegio de esa mirada un poco ingenua del que siempre espera más, del que está seguro de encontrarlo: más vitalidad, más belleza, más bondad. En algún lado todo eso está, debe estar, parece decir. En la charlatanería de sus personajes, en sus bromas de hermanos, en sus travesuras propias de pícaros, yace el tesoro que el director expone delante de nuestros ojos. Todo eso existe, le toca al cine retocarlo, hacerlo imagen, del mismo modo que el sentimiento amoroso nada le debe en verdad a la profilaxis social o a las convenciones retóricas con que se representa con frecuencia el teatro del encuentro erótico, sus intervalos azarosos, todo el conjunto de presupuestos y de estilo del que no parece poder escapar la narrativa convencional. A esta altura sabemos que García Pelayo es cualquier cosa salvo un cineasta burocrático, amigo de esperas exasperantes y de remilgos contemplativos. Todo en su cine es veloz – veloz la idea de una película, veloces los rodajes, veloz el estreno -, de manera que los espectadores nos hemos acostumbrado también a nunca esperar menos que esa modulación, esa rapidez para la ejecución que los personajes de sus películas hacen suya, pertrechados con una determinación propia de aquellos que nada deben, los que viven en la fortuna de confiarlo todo a sus fuerzas y de no guardarse nada. Los chicos de PedidosYa, los que se vinieron de los barrios a ganarse la vida en la Capital, pero también la chica –simpatiquísima, incluso prodigiosa en su capacidad para entregarse, casi mansamente, a la aventura que ese otro mundo le propone- llevan todos, como un estandarte, el orgullo de saberse únicos, sin complicaciones, la divisa que les permite surfear con plasticidad cualquier situación que el mundo les plantee. En ese mundo creado en la película, todo es cuestión de elementos combinados, de terminaciones nerviosas que se conectan unas con otras, como en una coreografía construida en conjunto –el final es quizá ejemplo de esto-, con sus presupuestos colaborativos y sus opuestos combinados. Por ejemplo, y para terminar, la química del chico y la chica, sus dos intérpretes, es portentosa, como salida de un sueño. La película -sus pasos de comedia, acelerados hacia el final, con su incidente policial, de torpeza precipitada, como en un comic-, tiene esa rara incandescencia de las caras y los cuerpos como librados a su suerte, contentos de estar vivos, de vivir en las imágenes, de respirar el aire inaugural de un pequeño paraíso. La película es ese paraíso.